La primera vez que me confesé. El lugar es incierto y preciso a la vez. Andrés Torres nos conduce por el inexorable recorrido que se manifiesta en esta primera confesión, esta primera vez, que bien puede ser la etapa en que comienzan nuestros círculos viciosos, el andar errabundos, hasta
posicionarnos donde la infancia dictamina que estaremos luego. El autor va más allá, da volteretas con esa inocencia infantil, delicada, y cae en el desolado habitáculo de la hipocresía, esa llanura incrustada en la concomitancia: la farsa judeocristiana que anhela más y más angelitos, para terminar en esa mancomunada tumba que señala la Hermana Mayor, o en el eterno formol de un útero acristalado.